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de Mateo Mansilla

 

  1. Preludio.

Y escribía. Y por cada palabra, por cada letra, por cada espacio,

por cada trazo: un recuerdo. Y no paraba. Seguía, en aquel

pedazo de papel, edificando nuestra historia. Una estructura

basada en recuerdos –en sentimientos– era lo que la componía.

Primer verso. Voló. Segundo verso. Voló. Y así seguí

hasta llegar a la duodécima estrofa, al cuadragésimo octavo

verso.

Cada sílaba, cada palabra, cada silencio y cada rima, en

cada verso, lo denotaba. Denotaba aquel sentimiento de afecto,

aquel sentimiento de gratitud. Denotaba aquellos recuerdos

ignorados por el olvido; aquellas memorias tejidas por nuestras

experiencias y su hilo.

  1. Rosa.

De meticulosa examinación requería

aquella rosa que por su vida, la mía yo daría,

pues, de sus tallos, un sentimiento de dolor emanaba,

más que el de rechazo que, con sus espinas, me mostraba.

Cada vez que la intentaba agarrar, me hería;

al querer acariciarla, sus espinas en mí, hundía.

Hubo un día, sin embargo, que a la distancia

pude observar con claridad lo que ocurría.

La pobre rosa, que en medio del campo se encontraba,

rodeada de depredadores siempre se hallaba.

Era su belleza, quizás, lo que envidiaban

las criaturas que acabar con ella anhelaban.

Y fue entonces cuando la razón pude comprender:

lo único que quería era hacerme entender

que, por temor a mi admiración por ella perder,

su dolor, detrás de sus largas espinas, debía esconder.

Entendí que su belleza debía proteger

de todo ser quien contra ella quisiese arremeter.

Y que por dicha razón sus espinas en mí hundía,

cuando yo tan sólo acariciarla quería.

Decidido, me le acerqué un día para ayudarla

y de un golpe la arranqué de la tierra cual hierba mala.

Las llagas de mi mano, sin embargo, no tardaron en sanar,

al igual que la rosa cuyo estado parecía mejorar.

Cuidadosamente, le arranqué sus espinas

colocándolas sobre delgadas toallas finas,

y, con un poco de agua, terminé de quitarle

la tierra que alguna vez debió molestarle.

Pulcros, los pétalos de la flor resplandecían

bajo los rayos de luz que sobre ellos brillaban.

Pude apreciar la rosa como era en realidad:

antes de ser víctima del mundo y su crueldad.

Observé en mis manos las cortadas y heridas

y, en ellas reflejadas, las experiencias por la rosa vividas.

Noté, sin embargo, que ya estaban sanando,

y me alegré, pues, por ella, algo había logrado.

En un florero con agua coloqué a la rosa

que extendía y meneaba sus pétalos, airosa.

Comprendí que, a pesar de ser una flor hermosa,

los problemas, para ella, tampoco eran cualquier cosa.

Digna por el mundo de admirar por su fortaleza,

por su nuevo amigo, detrás de un vitral la rosa fue expuesta.

No la descuidé, sin embargo, ni por un segundo,

por su confianza, mi flor, al final haberme brindado.

En fin, en su florero expuesta al mundo quedó

la rosa que ante el mundo no sucumbió.

Y a su amigo, cuya mano le tendió,

uno de sus bellos pétalos fue lo que le concedió.