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por Cecilia Durán

 

Cada región, cada pueblo, cada barrio tiene mitos y leyendas que les dan identidad. Estos se forman por la verdad de los hechos y por la visión de quien cuenta las historias. El narrador, a veces exagerado, a veces romántico, le añade condimentos a la historia para imprimirle su sabor y, en ocasiones, estos aliños tienen un lugar de mayor protagonismo que la verdad. En ocasiones, la leyenda se importó de alguna región, se tropicalizó y se adaptó al lugar, si no, ¿cómo es posible que en cada playa en la que hay una roca enorme se repita la historia de la novia que se petrificó esperando al marinero? Ana, la que espera eternamente al Miguel, quien salió por la mañana en la barca a pescar para no volver, existe en muchos de los linderos del océano de todo el mundo. El mito de Penélope se repite con cada una de las esperas que nos enternece el corazón.

La calle de Laurel es muy singular y desde luego, también tiene sus leyendas. De hecho, tiene muchas. Casi me puedo aventurar a decir que cada casa alberga una historia. Algunas son alegres y vibrantes, como el clima de Acapulco. Están habitadas. Otras, las que han sido abandonadas y devoradas por la selva tropical que se niega a rendirse ante la urbanización del fraccionamiento, son tristes. También hay historias de policías y ladrones. Tampoco faltan las de terror. Tal como Dante hizo la alegoría del camino del Infierno al Cielo en la Comedia, los lugareños refieren a Laurel como la calle que tiene las mejores historias que simulan ese ascenso. De hecho, la calle comienza en Avenida de la Concha y sube hasta la Calle de Rompeolas, así que el escalar no es meramente metafórico. De Villa Haytary a Casa Arimatea hay una pendiente interesante.

Imaginar, sí.

Hurgar y fantasear lo que pasa ahí adentro.

Algunas son casas de descanso de familias que viven en otra ciudad y que llegan a Acapulco en busca de sol, alberca y vistas de mar. Otras son casas habitadas por personas que han convertido al puerto en su lugar de retiro, muchas las rentan los fines de semana para sufragar los gastos de mantenimiento del inmueble, otras se quedaron a medio construir o se están cayendo a pedazos y muchas están abandonadas. En los recorridos matinales que hago a pie por el fraccionamiento, me detengo a observar esas casas y me pregunto qué pasó con ellas.

Me intrigan las que no se terminaron de edificar: se ven los muros de ladrillo, con techos que no se lograron construir totalmente o que se desplomaron rendidos por el paso del tiempo. Las varillas emergen amenazantes de los castillos entre los restos de cemento. Imagino que no les alcanzó el dinero para seguir construyendo. Me atraen las que fueron abandonadas. Ejercen en mí una influencia magnética y siento que una corriente eléctrica me jala la mirada. Tienen las ventanas oxidadas, los vidrios rotos y las puertas podridas. Las enredaderas crecen libremente, los gatos entran a perseguir a las ardillas que hicieron ahí sus madrigueras y aunque los empleados del fraccionamiento limpian por fuera, por dentro la naturaleza recupera lo que el ser humano le quitó al edificar ahí una colonia de lujo.

No sé si lo que se cuenta de Villa Haytary es verdad o no. Cuando yo empecé a caminar por la calle de Laurel, la casa ya estaba así, y de eso hace casi quince años. La primera vez que la vi tenía sellos que le cruzaban la puerta, en ellos se leía ASEGURADA, con la contundencia que dan todas las letras en mayúscula y las siglas y el escudo de la Procuraduría General de la República. El letrero buscaba el mismo efecto que uno que dijera CUIDADO CON EL PERRO. Para mí representaba una invitación a curiosear.

Si el salitre del mar oxidó la herrería de la Villa Haytary, imaginen lo que sucedía con los sellos de papel. Como la gente de la Procuraduría no los repone muy seguido, los sellos se desintegran y en su lugar sólo quedan manchas de pegamento. Esa sombra es el único testigo de la prohibición explícita para traspasar el umbral, lo cual ha representado desde siempre, una tentación. ¿Qué habrá ahí adentro? Recuerdo que una mañana que caminaba por ahí con mis hijas, la puerta estaba abierta. La tensión magnética se extendía como tentáculos que nos alcanzaban. Era más que una invitación. Era una seducción.

Al empujar la puerta un silencio nos invadió. La sensación de vacío profundo de una casa que fue abandonada por sus habitantes se aumentaba con el sonido de nuestras pisadas. Escuchamos el zumbido que provenía de varios panales que las avispas habían construido en las esquinas de la sala. Las golondrinas aprovecharon los pedazos de pechos de paloma que aún no se habían caído para hacer decenas de nidos. El piso estaba manchado de guano de murciélagos. De los pasamanos, colgaban telas de araña que parecían tules de algodón. En las paredes descarapeladas se podía adivinar el color amarillo pálido de la pintura.

Un candelabro oxidado y con los focos rotos, la base de cantera rosa de una mesa con la cubierta de vidrio rota, unas cortinas deshilachadas y una cuerda manchada de tierra eran los restos sobrevivientes del menaje de casa de la Villa Haytary. Una pila de latas de cerveza, un montón de botellas rotas: unas de ron, otras de mezcal, otras de tequila me hicieron evidente que no éramos los únicos delincuentes que nos habíamos metido a este lugar prohibido. El zumbido de las avispas y la serie de sonidos graves y agudos de las yuyas y las chachalacas, el cuerpo rígido de una rata café y otra gris, el aroma a humedad y el olor a fruta podrida, la canción pegajosa de una alondra y la sensación viscosa en las suelas de los zapatos es tan vívido que cada vez que lo recuerdo se me revuelve el estómago.

Un lugar prohibido que fue una casa. La estructura seguía conservando la distribución que le asignaba a cada espacio una función específica: las recamaras con vista al mar, la alberca con unos cuantos mosaicos venecianos, un asoleadero con restos de madera de teca, una cocina con lo que fue un refrigerador de buena marca, totalmente oxidado y raído, un jardín con hierba que creció más de ochenta centímetros, un comedor amplísimo. Aún en esa condición se podía adivinar lo que fue ese lugar. Junto a la recamara principal, había un pequeño cuarto en el que encontramos una cuna de madera infestada de termitas.

Cuenta la leyenda que un poderoso narcotraficante se enamoró de una hermosa mujer de rasgos orientales que nació en Hiroshima. La conoció porque ella vino de intercambio a estudiar español a una academia de idiomas en Acapulco. Cuentan que ella estaba hechizada por la vista de la bahía de Santa Lucía y que pasaba horas y horas sentada en la playa admirando la bahía más grande del mundo. Le gustaba mirar profundo a la infinidad de las olas del mar. Dicen que el amor es necio y que a mayores rechazos mayores empecinamientos. Lo intrigaba. Era como si los doscientos años de aislamiento de los Shogunes estuvieran contenidos en esos ojos de almendra. Lo maravillaban esos movimientos de las manos con los que ella era capaz de modificar el clima y la delicadeza con la que cambiaba de postura y movía la atmosfera. Era como una puerta japonesa que le abría el corazón a sensaciones como juegos de luces que estallaban igual a los fuegos de pólvora. No se resignaba a la fugacidad de esa mirada. La quería tener siempre.

Al hombre le costó mucho trabajo enamorarla, él no buscaba en ella despertar miedo que le opacara la palidez de la piel, o respeto que le nublara el enigma en los ojos, mucho menos desagrado que le quitara el brillo de ese pelo tan negro y tan lacio. A ella no quería usarla como objeto de placer. La quería a la buena. No quiso forzarla. Quiso atraerá a su corazón con la sutileza del viento, de la lluvia, de la luz de la tarde. La sedujo con paciencia.

La llenó de regalos, de mimos, la trajo por todo el país y nada. Era frágil, brevísima, muy delgada. También era dócil, lo seguía, lo acompañaba, pero dicen que ella seguía con la mirada puesta en el Oriente. Hasta que un día la trajo de nuevo a Acapulco y la llevó a la esquina de la calle de Laurel y Avenida la Concha. Entonces la mujer sonrió. El poderoso aprovechó la ventana de oportunidad que el destino y un buen corredor de bienes raíces le presentó, construyó una enorme mansión y le puso el nombre de su amada: Villa Haytary.

Ahí, en el nido de amor, dejó a su perla oriental y siguió con sus actividades. El espectáculo debía continuar y necesitaba atender el negocio. Viajaba mucho, pero con frecuencia, regresaba a los brazos de Haytary. El narcotraficante, atarantado por el amor, se descuidó, fue cada vez menos discreto, sus visitas más regulares y predecibles. Dicen que hay tres cosas que no se pueden disimular: el amor es la primera de ellas. La policía lo agarró con la facilidad con la que se atrapa a un gorrión. Adiós, Haytary.

Los que vivieron ahí al momento de la aprehensión dicen que llegó un pelotón innumerable de soldados. Había tanquetas en todas las entradas al fraccionamiento. Sitiaron la casa. Los helicópteros sobrevolaban el área. En las frecuencias radio de la vigilancia de la colonia se escuchaban los mensajes que informaban de las circunstancias de la situación. Con un altavoz, los militares se identificaron, gritaron el nombre del indiciado, expresaron la causa de la detención y giraron instrucciones muy claras y directas de lo que el hombre debía hacer. Le indicaron varias veces el motivo del arresto y le recitaron la cartilla de derechos que le otorga la Constitución. De una patada, abrieron la puerta. Entraron por él. Lo esposaron.

Los vecinos vieron que lo sacaron con las manos hacia atrás, caminando por su propio pie y lo metieron en la parte de atrás de la patrulla. El comandante Carrasco, jefe de los guardias de la colonia, dice que al salir del fraccionamiento ya iba muerto. El oficio traía la orden de realizar el registro de control de detención y cateo de la casa. Le quieren echar la culpa a los militares, pero los que estaban ahí dicen no fueron ellos. Herminia, la muchacha de la casa de al lado, cuenta que ella fue testigo de que saquearon la casa, que destruyeron los muebles, que sacaron muchas cajas, pero que Haytary no salió de ahí jamás.

No sé qué tanto de esa historia sea verdad. Tal vez, como la esposa de Lot, Haytary se convirtió en estatua de sal. A lo mejor, como lo narra la canción del Puerto de San Blas, ella sea esa piedra que sigue viendo al mar. Quizás, Haytary sea como Penélope que sigue esperando a que regrese el Rey de Ítaca. Tal vez, simplemente se fue. Regresó a Japón a olvidar. A lo mejor, Haytary no existió y el nombre de la casa signifique otra cosa. Sabrá Dios. La imaginación puede correr mil caminos e inventar cien mil historias. La realidad es arbitraria.

Única.

No queda más que atestiguar que las cosas son como se ven. Ahí están los sellos. ¿Podrían haber sido de otra manera? Es difícil entender. No hay explicación ni designio ni intención ética ni moral ni teológica que me lleve a comprender la brutalidad de este proceso de destrucción. Las rutas alternas que pudieron diseñarse zumban con la intensidad de los panales de avispas que se construyeron ahí dentro. Al contemplarla, siento una tranquilidad similar a la que experimento en el sillón del dentista. ¿Cuál es el propósito de las cosas rotas?

Las casas abandonadas son un reflejo extraño y profundo de una realidad que persiste enredada en las telas de araña, oculta en los nidos de golondrina, evidente en el guano de murciélago, que susurra en el aroma a humedad y fruta podrida. Nos fuimos. ¿Por qué se fueron? Esa es la pregunta que me asalta. Donde hay una casa abandonada, pudo haber un hogar y ahora hay una propiedad que no merece si quiera ser vendida. Esa sí que es una triste historia. Pero la ignoramos.

Lo cierto es que la casa ha estado desatendida por más de quince años. Las puertas están apolilladas, las ventanas oxidadas, los vidrios rotos, las paredes despintadas. Lo único que florece es una palma esbelta, que nadie cuida, que crece y crece, y mira al Oriente. A su lado se lee el nombre de Haytary.